domingo, 4 de diciembre de 2011

Más sobre textos argumentativos

No paramos de inmiscuirnos en la realidad. En nuestra  cabeza bullen opiniones sobre lo que oímos, vemos, sentimos. Esto nos entusiasma, aquello nos indigna. Nuestros mundos interiores (el “aquí dentro”) están llenos de apreciaciones sobre lo que acontece pero sólo a unos pocos concedemos la habilidad pública (el “ahí fuera”) de enjuiciar la marcha del mundo. Políticos, periodistas, publicistas, tertulianos  y algunos sabios ocasionales se arrogan, con nuestro consentimiento, la capacidad profesional de opinar en nombre de los demás.



Y es que, claro, opinar públicamente y con juicio no es cosa sencilla. Es posiblemente la habilidad más compleja que tenemos como ciudadanos y ciudadanas a la hora de expresarnos. No se trata sólo de mostrar el agrado o el desagrado respecto de una cuestión de actualidad, sino de sostener y defender  ante los demás nuestras ocurrencias. Y aquí nos solemos achicar ante la complejidad de la tarea. Como sucedáneo, nos acostumbramos a utilizar el volumen para imponernos o el silencio para consentir.
Si queremos ejercer nuestros derechos y participar socialmente tenemos que adquirir desenvoltura en el arte de convencer. Y esa competencia habrá que aderezarla con mañas persuasivas y seductoras que, lejos de la manipulación, nos sirvan para tomar decisiones colectivas de manera asertiva. Vamos, lo que en el mundo de las relaciones humanas y el liderazgo se llama el apoderamiento o empoderamiento (traducción del inglés empowerment), es decir, la capacidad de ganar poder, autoridad e influencia.

Así pues, necesitamos saber cómo se organizan los textos argumentativos. En primer lugar, hemos de tener en cuenta que alguien se dirige a un auditorio con la intención de conseguir una aprobación, un consentimiento ante lo que expresa. Por tanto, su éxito reside en el efecto que causa tanto como en la lógica de sus razones; no necesariamente en la verdad que incorpora. Como dicen quienes de esto saben, no se argumenta con la lengua sino en la lengua, es decir, el camino y la buena marcha de la argumentación no dependen tanto de los hechos como de las estrategias lingüísticas que se empleen.

Por ello, el juego entre lo explícito y lo implícito, lo dicho y lo supuesto, es fundamental. Todo texto argumentativo funda su sentido y se construye desde una base inferencial; comunica mucho más de lo que expresa. Si yo pregunto a mis niños cómo prefieren dormir, estoy partiendo de la base de que desean dormir (cuando en realidad soy yo quien ansía que se acuesten temprano tras un largo día). Está claro que para influir en los demás o para que no me hagan comprar lo que no necesito, me vienen muy bien tanto las habilidades lingüísticas como un conocimiento contextual. Y acostumbrarse a los contextos y a todo lo que se sobreentiende requiere experiencia.

Toda argumentación se expone a una confrontación o controversia en la que hay que navegar mediante el arte de la refutación y la concesión. Rebatir sirve para mostrar nuestros reflejos y asentar nuestra postura; conceder cierta parte de razón proclama nuestra voluntad de acercamiento. Por eso, hemos de tender hacia un estilo asertivo, que no es otra cosa que la capacidad de exponer la propia postura sin agredir ni someter la voluntad de otras personas.

En la retórica clásica, se hablaba de cuatro partes en el discurso argumentativo:

·         Exordium o introducción donde se presenta el tema y se impresiona favorablemente al auditorio para que acepte nuestra postura o tesis. En este momento, se acude tanto a los principios universales (amor, bondad, justicia, compasión,…) como a la expresión de la modestia y la búsqueda de la simpatía (captatio benevolentiae).
·         Narratio o exposición de hechos, datos, ejemplos… Es el desarrollo de la argumentación y donde se encuentra el meollo de nuestras razones: anécdotas, historias, estadísticas, esquemas,…)
·         Argumentatio: argumentos que favorecen nuestro discurso y argumentos que refutan la posición contraria.
·         Peroratio o conclusión en la que se recapitula y se refuerza lo expuesto.
Estas partes clásicas orientan las estructuras fundamentales que hoy en día se utilizan para argumentar. Por un lado, la organización inductiva de la información en la que a partir de casos concretos, se extraen conclusiones generalizadoras. En este tipo de textos, la tesis se encuentra al final. Esto se da mucho en  las columnas de opinión del periodismo actual como nos demuestra este texto de Rosa Montero; a propósito de una noticia o un dato de actualidad, se reflexiona sobre nuestras formas de vida. Por otro, está la organización deductiva en la que, desde el comienzo, queda fijada la tesis que poco a poco se irá justificando mediante el aporte de argumentos, ejemplos y datos. En este caso, la réplica nos la da Elvira Lindo.
Con frecuencia, en las argumentaciones se utilizan secuencias expositivas y narrativas para informar sobre los hechos. Es ahí donde está la densidad informativa y la apariencia general de lo dicho. Pero eso ha de conjugarse con el carácter subjetivo de la postura que se defiende. Son muchas las marcas de subjetividad que podemos encontrar en los textos argumentativos:
  • Adjetivos valorativos (bueno, oportuno, interesante,…)
  •  Modalizadores: términos que introducen el punto de vista de quien se expresa. Sirven para mostrar duda, adhesión, rechazo, reparo,… (acaso, confiamos, sin duda,…)

Tipos de argumentos

Es bueno conocer el repertorio de argumentos que podemos utilizar para hacer más creíble nuestra postura. Y también para saber de cuáles no podemos abusar ya que marcan nuestra imagen social: la grandilocuencia, el victimismo, el dogmatismo, lo lacrimógeno, la rotundidad,…
  • Argumentos sustentados en la causa (relaciona un hecho con su efecto)
  • Argumentos sustentados en la cantidad (el sentir común, lo que la mayoría hace)
  • Argumentos sustentados en la calidad (el valor, lo distintivo, lo excepcional)
  • Argumentos sustentados en la inercia ( mejor no meneallo. Ejemplo: El actual estado autonómico es insatisfactorio y costoso pero cualquier cambio traería consecuencias imprevisibles.)
  • Argumentos basados en la definición (la propia definición es ya un argumento)
  • Argumentos basados en la analogía (aquí hay que tener cuidado con las metáforas pues si las alargamos, nos podemos encontrar con que las realidades no siempre son equivalentes.
  • Argumentos basados en la autoridad (científica, histórica,…)
  • La contraargumentación cuyo fin primordial no es defender la propia opinión sino desacreditar la contraria, presentarla como la menos oportuna o la más descabellada.
  • Falacias: son aquellos falsos argumentos, a veces de mucho efecto, que nos introducen en un discurso tramposo que conviene siempre desvelar:
·         Descalificación personal (Ad hominem)
·         Uso del poder y la fuerza (Ad baculum)
·         El sentir de la gente, de la masa, de la opinión pública (Ad populum)
·         Autoridad ficticia (Ad verecundiam)
·         No se tiene conocimiento sobre eso (Ad ignorantiam)
·         Anda que tú (To quoque)
·         Reducción al absurdo y ridiculización.

Recursos argumentativos

Entre los principales recursos argumentativos, además de los tipos de argumentos, se encuentra un amplio repertorio de procedimientos retóricos entre los que destacamos metáforas, amplificaciones, paralelismos, antítesis, interrogaciones retóricas, ironía…
Las máximas y los proverbios aportan el saber común destilado por la experiencia.

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