Las
ceremonias y los ritos, por más rancio aroma que destilen, son necesarios para trascender el crecimiento de las
criaturas que, como adultos, custodiamos. La tribu requiere rituales
de tránsito para que sus miembros crezcan y aprendan a soportar la
adversidad en la que vivirán. Necesitan medir sus fuerzas para
enfrentar sus propios infiernos. Si prescindimos de estas
solemnidades, dejaremos su devenir en manos de líderes descerebrados y desalmados. Es decir, sí o sí, precisarán ritualizar el
cambio para que se note su condición adulta. De parecido modo, por
ejemplo, ha sucedido con las nuevas investiduras municipales. Precisamente, porque había que reconocer la implicación de la ciudadanía y visualizar una propuesta distinta de
gobierno, es por lo que se ha empezado a hacer presente un nuevo ritual: la vara laica, la
camisa sin corbata y la llegada en bici. Pero con banda. Por eso, es mejor que practiquemos una
organizada transformación de las formalidades para acomodarlas a
estos tiempos, en lugar de descuidarlas.
Pues
bien, con motivo de la graduación de bachilleres y en mi condición
de tutor, ceremonié como
creo que correspondía, es
decir: compuse traje, impuse bandas (con el escudo escolar sobre el
diestro pecho), aventé besos, estreché manos y loé envolturas.
Todo oportunamente sincero y esperanzador, ya que nuestra juventud
bien merece que celebremos formalmente sus metamorfosis y sus logros, más si cabe en
vísperas de las Pruebas de Acceso a la Universidad. Pero, claro,
una cosa es que la ceremonia sea necesaria y otra que se convierta en
tedioso fasto de infinito discurso o impostado reconocimiento, premeritorio más que premonitorio. Hay que encomiar los pasos importantes pero
quizá no necesariamente cada pisada. Esta moda de orlar la infancia (birrete, banda
e incluso vara) que tanto nos enorgullece a las familias, no sé yo
si pueda provocar cierta banalización litúrgica cuando crezcan. En fin, todo sea por la proyección fotográfica y textil.
En
estas distracciones y otras andaba recientemente, mientras
intentaba enseñar a mis alumnas y alumnos de 1º de ESO D (ese grupo que me fatiga y me alumbra) las básicas rutinas sintácticas: que si el grupo nominal con función
de sujeto; que si el grupo verbal predicado; que si la concordancia
de sus núcleos; que si alguna sustitución mediante pronombre para
reconocer los principales complementos del predicado... Y lo hacía
con el profesional desconcierto que me produce tener a una clase
callada sin saber muy bien para qué. ¿Sintaxis para alumnos con problemas de respiración intelectual? ¿En qué les va a aprovechar? ¿Matizarán su comprensión?
¿Se expresarán mejor? Pero, de pronto, tras la corrección en
la pizarra de una de las oraciones dictadas, dice el alumno que con más afán incordia en clase:
¾Anda,
profesor, si he analizado una oración como mi hermano que está en
1º de bachillerato. ¿Eso quiere decir que ya soy mayor?
Hay que ver con qué frescura mi alumno pejiguera legitimó la enseñanza sintáctica y atemperó mi desasosiego gramatical.
Para
acabar, quisiera atender a la condición ritual de otro gran lastre
de la profesión docente: los exámenes. Pero, en este caso, voy a apoyarme en autoridad más lograda y menos repentina. Philippe Meirieu, notable pedagogo francés,
en su libro Referencias
para un mundo sin referencias incluye
el siguiente y clarificador texto titulado "La
época de exámenes". Suelo utilizarlo a comienzo de curso en la reunión con las familias. Dice así:
"Cada
año, en el mes de junio, la escuela es presa del frenesí del periodo de evaluaciones: exámenes, pruebas, controles, consejos de clase que llegan a gran velocidad. En clase, hay la obsesión de terminar el programa. En la familia, está el miedo al fracaso y la lucha cotidiana: en casa de unos, hay que empujar a los chicos que se retrasan en ponerse a trabajar y repetir constantemente la importancia de los objetivos; en casa de otros, hay que calmar a los chicos demasiado ansiosos que comprometen su equilibrio psicológico y físico. En las librerías, empieza la carrera por conseguir el "opúsculo milagro" que dé las mejores recetas. En las farmacias, comienza la búsqueda del "elixir del éxito": vitaminado, para dar energía y calmante, para evitar la angustia. En la prensa, aparece todo un rosario de consejos e incluso parece que en algunas iglesias aumenta la efervescencia, puesto que la venta de cirios durante este periodo se incrementa en proporciones considerables.
Es así como, una vez al año, la sociedad organiza un gran tránsito colectivo para mostrar la parte seria de su sistema escolar. Para la ocasión, reinventa el rito de paso: los indios de América del Norte enviaban a los adolescentes a atravesar el desierto con un trago de agua en la boca que tenían que vomitar al llegar; en América del Sur, se trataba de caminar con los pies descalzos sobre un lecho de brasas. Por todas partes, la importancia de la preparación es un elemento decisivo del rito: hay que pasar días entrenándose, horas discutiendo sobre el "gran día" en la efervescencia colectiva y noches solitarias meditando sobre la importancia del acontecimiento.
En resumen, es mejor que nuestros hijos preparen sus exámenes en lugar de que inviertan sus energías en otros ritos de iniciación menos formadores: el carné de conducir, el primer porro, la primera noche que no duermen en casa, el primer disco que roban en unos grandes almacenes...Pero nosotros somos los que tenemos que ayudarles a vivir este ritual escolar para que les ayude a crecer. Sin minimizar ni dramatizar. Pasar un examen siempre es una "prueba"...pero debe ser una prueba que permita medirse con uno mismo y no con los demás. Se trata de fijarse un desafío y de brindarse los medios para superarlo. Un desafío que imponga "deberes" (en todos los sentidos del término) pero que también otorgue, si lo logramos, derechos. Un desafío en el que aprendamos a proyectarnos en el futuro, a fijarnos un objetivo, a organizarnos para conseguirlo. El pedagogo Fernand Oury utilizaba, en su clase, el sistema de los cinturones de judo: cada alumno podía, cuando se sentía preparado en una u otra materia afrontar las pruebas necesarias para pasar al cinturón superior. Una bella lección de pedagogía escolar y familiar: reencontrar el sentido de la prueba como conquista de uno mismo, como medio de implicarse y no de someterse. Ayudar, en esta ocasión, a un ser a superarse estableciendo con él una alianza que, exponiéndose al riesgo de comprometerlo todo, debe tomar partido deliberado por la discreción."