martes, 29 de enero de 2013

Canas al aire

No es precisamente de sexo de lo que voy a hablar en esta entrada; o quizá sí, todo de una un otra manera tiene que ver con el vaiven; de ahí partimos y hacia ahí vamos. Parece que en toda forma de esparcimiento y diversión hay que columpiarse. Más si pintan canas.

 Pero, bueno, básicamente quiero tratar de las canas en sentido literalmente temporal. Ese pelo blanco que pone nívea la hermosa cumbre. Y es que, en cuanto pasan de la hilera al tropel, hacen gala de su carácter díscolo y puntiagudo. No se aplacan ni se acompasan con sus cabellos compañeros a no ser que todos plateen. Este azar del azahar es la marca indeleble de que el tiempo nos limita. No hay síntoma juvenil (físico o espiritual) que contradiga la albura de las hebras. Ni la tersura del cutis ni la minoría de arrugas ni la estirpe de la cintura. Mucho menos la profusión de ungüentos o las apreturas del atavío. Incluso ante el penetrante tinte que todo lo oscurece en lucido baño de color, más temprano que tarde emerge la argentina raya que delimita el sexo anterior del seso posterior. Tampoco la brillante calvicie ni el  deportivo rapado rinden al venerable vello. No hay más que mirarse inclinado.

Por eso, cuando las canas airean lo mejor es acomodarlas a los ojos que las miran pues, ya no sirven las gafas color rosa para ver distintas las cosas. Y entonces, quizá siente bien la levedad que aparece tras desprenderse de las tiranías que impone la afectada juventud. Adios milongas.

Pero, ¡qué curioso!, las canas que orearon jóvenes y parecieron prontamente veteranas, ahora vengan sus agravios juntando experiencia e inmanencia. Blanco sobre blanco. Pelos en paz. Tengo amigos que confirman lo que digo. Cráneos privilegiados que supieron airear a tiempo las canas para poder dedicarse así a entusiasmos más fructíferos. ¡Cuánto saber acumulan esas canas! ¡Por los pelos!