domingo, 25 de noviembre de 2012

El movimiento y el estilo


Como me ha dado por correr y leer libros sobre el correr (los dos sustantivos del título me van a servir para vincular, como Murakami, ámbitos que, en principio, pueden parecer alejados cuando no desafectos), creo que es normal que me preocupe por el movimiento y el estilo. Un cuerpo erguido, envuelto en un movimiento proporcionado, acompasado y relajado potencia las ganas de correr. Por contra, un cuerpo humillado, envuelto en un torbellino de brazos y piernas, con un movimiento desigual, desmedido y tenso potencia el sufrimiento y la pesantez. Estas diferencias muestran, a todas luces, lo que sería un movimiento estiloso al correr. Hasta aquí, más o menos, las palabras nos valen para hacernos una idea e incluso una imagen mental  del movimiento y el estilo (cada cual ilustrará sus ejemplos gráficos con los cuerpos que mejor le vengan en mente).

Pero cuando las palabras han de servirnos para aquello que precisamente se hace con palabras, entonces vienen los líos. Me explico: entre otros menesteres y lucimientos, me ocupo en enseñar a tiernas criaturas de duras molleras las valías literarias de nuestros antepasados lingüísticos. Y hete aquí que me vuelvo a encontrar con el movimiento y el estilo. No hay manual que se precie ni libro de texto escolar que no incluya estas palabras cuando trata nuestra historia literaria. El Renacimiento y Garcilaso, valgan como ejemplo. "El Renacimiento es un movimiento cultural que..." "El estilo italianizante de Garcilaso...". Los libros y yo nos quedamos tan anchos y satisfechos cuando soltamos movimientos y estilos por hojas y boca, pero las tiernas criaturas no se quedan a dos velas sino a una, que es ninguna. "Profe, ¿qué es movimiento? ¿y cultural? ¿y estilo?" Y el profe, que por supuesto ha interiorizado estos conceptos hasta la médula, intenta balbucir respuestas que no pueden más que acabar en una tautología: "Un movimiento cultural es un conjunto de tendencias y características que se desarrollan en un periodo y que se propagan..." "El estilo se refiere a las maneras características que alguien tiene de..." "Niños, el movimiento se demuestra andando y el estilo es el estilo". Y punto.

Y es que con palabras tan polisémicas es difícil entenderse. Según la RAE, hay cantidad de movimientos, nada menos que catorce acepciones distintas. Para el caso que nos ocupa, la más aproximada sería: "Desarrollo y propagación de una tendencia religiosa, política, social, estética, etc., de carácter innovador. El movimiento de Oxford. El movimiento socialista. El movimiento romántico". Lo dicho: el movimiento es el movimiento.

Pero el estilo no se queda muy atrás; con trece significados cuenta. Quizá este sea el que más se ajuste a lo que venimos refiriendo: "Manera de escribir o de hablar peculiar de un escritor o de un orador. El estilo de Cervantes". Este otro también puede ser vecino: "Conjunto de características que individualizan la tendencia artística de una época. Estilo neoclásico". ¿Queda o no queda claro qué es el estilo?

Lo que para mí queda claro es la paradoja del decir. A veces nos valemos con muy poco, nos entendemos con palabras sin tallar pero mullidas; no precisamos más, su comodidad nos basta.  Una época resuelta en Renacimiento, la expresión de un sentimiento intenso y profundamente individual trocada en un común "te quiero". Y otras veces, las palabras encubren nuestra pereza comunicativa, nos escudan del esfuerzo de hacernos entender, de explicar el mundo y de explicarnos. El movimiento y el estilo.

Así que no renuncio a mi propia definición del estilo (el movimiento, si acaso, ya se me irá notando). Para mí, el estilo no lo forman tanto las maneras, costumbres, rutinas, cualidades o conductas que uno practica sino, más bien, las que uno es capaz de infundir y suscitar en los demás. Algo así como el rastro, la huella, la estela, la impresión, no sé, la impronta que alguien deja y que los demás reciben. Lo que dejamos, si acaso, en la clase cuando salimos del aula. Podría valer casi como greguería: "La estela es el estilo".

Y en definitiva, lo que yo quería hoy, más ni menos, era cantar la estela (el estilo) de mi hermano Eduardo, la impronta que yo recibí de él y que, en gran medida, me constituye. Trece años hace que ya no pisa entre nosotros pero sus huellas no han dejado ni un solo día de impresionarme.

In Memoriam.


martes, 13 de noviembre de 2012

La dicha como efugio

Nunca es tarde si la dicha es buena. Esa curiosa forma de nombrar la felicidad, la dicha, procede del verbo decir, de la creencia pagana en que las palabras pronunciadas, dichas para crear ventura, producirán la bienandanza de sus destinatarios. Pero creían los paganos que el destino (fatum) dichoso lo provocaban las palabras divinas. Así que, ahora, en esta intemperie de dioses mudos y silencios airados, quizá nos sentara bien a todas (criaturas al raso) empezar a repartir dicha humana a diestra y siniestra. Al menos en mi barrio, las cajeras del supermercado y las tenderas que alimentan (todavía a los tíos el lenguaje nos suele fallar por la mejor parte), con su natural e inteligente intuición, practican esta retórica de la dicha expansiva.  Al salir por la puerta de la tienda, no solo llevamos las galletas, la leche, el pan, las verduras y la fruta que compramos; también nos acompaña el cariño o el corazón que nos regaló la amable dependienta.
-¿Qué más vas a llevar, cariño? ¿Tendrías diez céntimos, corazón?
Sabemos que los administradores de los discursos (prebostes, políticos, periodistas...) nos embaucan con demasiada frecuencia. Por ello, desconfiamos de las palabras; descreemos de su valor. Pero si nos convertimos en incrédulos del decir, solo conseguiremos dilatar nuestra impiedad, esa que achica la onda expansiva de la dicha. Es la boca la que hiede no la voz. Las palabras embusteras no deben truncar la necesidad de las diarias palabras dichosas.

Así que, ya sabes, cariño, sé dichoso, incluso redicho, no te importe repetir lo que consuela. Para estos tiempos fríos, tus tónicas palabras son un básico artificio de esperanza con el que construir el efugio, incluso el refugio, que nos permita sortear las cotidianas dificultades.

Dichoso quien con palabras alienta.