jueves, 23 de febrero de 2012

La matria.

Para empezar, habría que decir que patria es un concepto demasiado denso, conceptual, abstracto, en fin, grande para llevarlo en la cabeza de un lado para otro. Pesa demasiado y no nos hace necesariamente mejores. Sirve para excluir, para que nos creamos dueños de los árboles cuyas sombras nos cobijan el camino. A lo más, para llevarse berrinches cuando los gabachos nos tocan… las glorias. Pero, aparte enojos, uno no puede levantarse por la mañana con un acceso de patriotismo y enderezar el día como si nada. Si acaso, en el sofá, repanchingado ante el televisor, disfrutando de las victorias nacionales en tierras extranjeras, mejor si son galas. Entonces, se puede entender que la patria nos colme mientras abrazamos la bandera, empapada de lágrimas, sudor y fuente.

No. No creo yo que en ninguna época las sociedades o los pueblos hayan vivido con la patria a cuestas. Ni siquiera anidando en el corazón. Nuestros sentimientos atienden cotidianamente a otras necesidades menos excelsas pero quizá más complacientes: una caricia de quien nos quiere; una sonrisa cómplice de quien nos escucha o una mirada amable y azul. No parece, pues, que, en este mundo globalizado que habitamos, hayamos perdido la identidad y las raíces y vivamos en una moral de desapego que no entiende de pasado ni futuro. O por lo menos no mayor que en otras épocas. Sí parece, más bien, que hay mucho nostálgico del ayer que confunde su juventud con la edad dorada de la civilización: “entonces sí que la gente estaba unidad…; entonces sí que sentíamos el valor de  lo colectivo… no como ahora…”  Ahora, tú y tú, jóvenes, estáis tan perdidos como yo entonces. O incluso como yo ahora. Los paraísos casi siempre radican más en el recuerdo o en el deseo; escasamente en el presente; qué decir del actual.

Por tanto, a mí el concepto de patria me viene grande; me queda más como un gabán prestado que como un traje a medida. No obstante, no creo que podamos vivir ajenos al conjunto, al grupo, a la pandilla o a la manada, sobre todo si pensamos en nuestra parte animal. Y entonces, se me ocurre que quizá funcionemos mejor con el concepto de matria. Si acudimos al origen, nos damos cuenta de que patria procede de padre, así como patrimonio. Matrimonio, respectivamente, de madre. Y ¿qué valía antaño un matrimonio sin patrimonio? En cambio, ya sabemos lo prescindible que es actualmente un padre, sobre todo desde que cedió su autoridad al televisor. Como dice José Antonio Marina, antes el hombre se caracterizaba por las tres pes: proveedor, protector y preñador. Aportábamos la comida, dábamos seguridad a la tribu y nuestros bichos aumentaban la especie. Hoy en día, aportamos poco, aseguramos menos y ya casi ni hacemos falta para preñar. El destino de la especie vaga, irremediablemente, entre el empuje y el azar. 

Sin embargo, la matria, la gran madre, nos vincula poderosamente con nuestras necesidades de identidad, reconocimiento y proyección. La gran madre que nos abraza y nos acoge; la que nos alimenta y nos hace crecer. Así pues, el concepto de matria podría incluir lo que en realidad será importante en nuestras vidas: la familia, el barrio, la pandilla, la clase, el equipo, el bachillerato; los conflictos fraternales, los juegos en la calle, las juergas, los desamores, los partidos, los malditos exámenes y… la madre que nos parió.

Eso sí, todo a la espera de que nuevamente España avive nuestra llama patriótica. ¡¡¡¡¡¡¡Goooooool!!!!!! Porque está claro que formamos parte de algo más grande.

lunes, 20 de febrero de 2012

El poder taumatúrgico del humor

Aquí tenemos un claro ejemplo de la capacidad de obrar prodigios que tiene el humor en un discurso. Fijémonos en el talento irónico que tiene Santiago Segura para "tocar los huevos" a Coronado y Almodóvar. Todo un alarde que condensa sabiamente la puya y el halago, a la par que, como funambulista,  hace transitar su perorata  de tópico (improvisación) en tópico (envidia) nacional

viernes, 17 de febrero de 2012

Pavesa 3

En estos tiempos tan lindos, lo importante no es tener argumentos para defender una postura sino recursos para suplir su falta.

viernes, 10 de febrero de 2012

Cuentos de Hemingway II

Hay textos narrativos cargados de diálogo que expresan mucho más de lo que dicen. En este cuento de Hemingway, dos personajes rondan, con distinta intensidad, un problema que les preocupa. Los laberintos de la conversación no sólo nos informan de lo que sucede, sino que, sobre todo, nos caracterizan las identidades, las obsesiones y los estilos comunicativos de los personajes. Los sobreentendidos y los eufemismos apelan a nuestra inteligencia lectora. ¿Qué sentido tiene el título?  


 COLINAS COMO ELEFANTES BLANCOS 
  
Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El americano y la muchacha que iba con él tomaron asiento a una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
      —¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
      —Hace calor —dijo el hombre.
      —Tomemos cerveza.
      —Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
      —¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
      —Sí. Dos grandes.
      La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
      —Parecen elefantes blancos —dijo.
      —Nunca he visto uno —. El hombre bebió su cerveza.
      —No, claro que no.
      —Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
      La muchacha miró la cortina de cuentas.
      —Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
      —Anís del Toro. Es una bebida.
      —¿Podríamos probarla?
      —Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
      La mujer salió del bar.
      —Cuatro reales.
      —Queremos dos de Anís del Toro.
      —¿Con agua?
      —¿Lo quieres con agua?
      —No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?
      —No sabe mal.
      —¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
      —Sí, con agua.
      —Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.
      —Así pasa con todo.
      —Si dijo la muchacha—- Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
      —Oh, basta ya.
      —Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
      —Bien, tratemos de pasar un buen rato.
      —De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
      —Fue ocurrente.
      —Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
      —Supongo.
      La muchacha contempló las colinas.
      —Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
      —¿Tomamos otro trago?
      —De acuerdo.
      El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
      —La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre—.
      —Es preciosa —dijo la muchacha.
      —En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad no es una operación.
      La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
      —Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
      La muchacha no dijo nada.
      —Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
      —¿Y qué haremos después?
      —Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
      —¿Qué te hace pensarlo?
      —Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
      La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
      —Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
      —Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
      —Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
      —Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
      —¿Y tú de veras quieres?
      —Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
      —Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
      —Te quiero. Tú sabes que te quiero.
      —Sí, pero si lo hago, ¿nunca volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
      —Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
      —Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
      —No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
      —Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
      —¿Qué quieres decir?
      —Yo no me importo.
      —Bueno, pues a mí sí me importas.
      —Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
      —No quiero que lo hagas si te sientes así.
      La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
      —Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
      —¿Qué dijiste?
      —Dije que podríamos tenerlo todo.
      —Podemos tenerlo todo.
      —No, no podemos.
      —Podemos tener todo el mundo.
      —No, no podemos.
      —Podemos ir adondequiera.
      —No, no podemos. Ya no es nuestro.
      —Es nuestro.
      —No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
      —Pero no nos los han quitado.
      —Ya veremos tarde o temprano.
      —Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.
      —No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
      —No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
      —Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
      —Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
      —Me doy cuenta —dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
      Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
      —Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
      —¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
      —Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
      —Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
      —Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
      —¿Querrías hacer algo por mi?
      —Yo haría cualquier cosa por ti.
      —¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
      El no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
      —Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
      —Voy a gritar —dijo la muchacha.
      La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
      —El tren llega en cinco minutos —dijo.
      —¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
      —Que el tren llega en cinco minutos.
      La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
      —Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
      —De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
      El recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
      —¿Te sientes mejor? —preguntó él.
      —Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Cuentos de Hemingway I

DEPEDRO, Tu mediodía

Las virtudes de la paradoja:

Ronco el tono, dulce el efecto.


lunes, 6 de febrero de 2012

Pavesa 2

Hay quienes interpretan una encrucijada como un martirio y quienes la representan como una tetraoportunidad.


domingo, 5 de febrero de 2012

Pavesa 1

Mediodía de un domingo invernal, soleado y frío. Mi David y yo, padre e hijo en amorosa compaña, paseamos la avenida. De pronto, David observa el suelo y espeta:

Mira, papá, qué hoja! Es tan verde que parece de mentira."

sábado, 4 de febrero de 2012

Pavesas (INTRO)

Según el diccionario, la pavesa es "una partecilla ligera que salta de una materia inflamada y acaba por convertirse en ceniza" (enamorada). Así pretendo nombrar metafóricamente estos jirones de ocurrencias, propias de un tiempo que entroniza lo breve y lo fragmentario.  Comencemos:


PAVESA 0:

  • A veces, anteceder el efecto a la causa intensifica el placer: rascar primero, picar después.