domingo, 4 de diciembre de 2011

Condolencias y elegías

Disculpad la crudeza, pero quien está vivo tiene muertos, ya sean naturales o accidentales, distantes o íntimos, recordados u olvidados. El proceso de duelo tras una muerte es personal pero reconocible en esa idea de que una vida es todas las vidas. Según la psiquiatra Elisabeth Kubler-Ross, ante un intenso dolor, las personas solemos pasar por cinco etapas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. 

A veces, pasado el tiempo del pasmo y el abismo,  nos encontramos en la necesidad de ordenar nuestro dolor, de amoldarlo a palabras que mitiguen la herida, de compartir la tristeza y el recuerdo. Para ello, hay que acercar el perfil humano, la intimidad de la persona ausente, pues, con ella muere una cara que no se repetirá jamás, como dijo Plinio (tomo estas referencias del libro de Pere Ballart El contorno del poema, Acantilado, Quaderns Crema, 2005).

Es casi inevitable hiperbolizar las virtudes de la persona difunta, así como borrar sus macas. Ya sabemos que la ausencia tiende a alterar la realidad y el recuerdo a dulcificarla. Pero nos conviene el equilibrio si buscamos la aprobación de quienes se puedan condoler. El tono exageradamente exclamativo, la muestra excesiva de desamparo, la impúdica búsqueda de conmiseración y las generalizaciones no emocionan; hay que acudir al detalle, a los sentidos y explicar quién fue, por qué y cómo murió, qué nos unía a él o a ella. Parafraseando a Pere Ballart, no podemos hurtar al personaje su concreta humanidad. 

Leamos estos dos textos a propósito de la muerte del poeta Ángel González aparecidos en el periódico El País en la edición del día 13 de enero de 2008.

Las lecciones de mi amigo
JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD 
(Ángel González, maestro de la generación del 50, muere en Madrid a los 82 años)
No quisiera yo, poco dado a pompas, ser inútilmente grandilocuente en la triste hora de la despedida de Ángel González. Pero el caso es que se ha ido mi amigo del alma. Era mi amigo del alma, del que hoy sólo acuden a mi memoria los buenos momentos y todo lo que fui capaz de aprender en nuestras andanzas. Recuerdo las noches largas, en las que buscábamos el último bar de la madrugada. Recuerdo las risas y las infracciones contra los biempensantes y los abstemios, que han sido nuestros enemigos de toda la vida.
También lo que he aprendido en su sabia compañía. Han sido muchas y esenciales cosas. Me enseñó a incorporar la ironía a mi poesía. Me hizo darme justa cuenta de lo necesario que era restarle solemnidad a nuestro trabajo. Nunca lo he olvidado. Como tampoco soy capaz de dejar de pensar que voy quedándome más solo, que uno por uno van desapareciendo a mi alrededor, sin que pueda evitarlo, aquellos amigos a los que más quiero. Me hacen sentirme ya como un superviviente y lo más curioso es que ni siquiera me alarmo.

Tratando de Ángel
JAVIER RIOYO 

Hace muchos años que muchas cosas que no sabíamos cómo decir ya las había dicho Ángel González. Y, por suerte, también las había escrito. Y crecimos con su poesía construida con aspereza y otras luces. Era luminoso, tenía el éxito de todos los fracasos, resistía, luchaba contra el viento, contra el tiempo y contra sí mismo. Ganó la batalla de ser el más esencial poeta llamándose nada más, nada menos, que Ángel González.
Ayer, una vez más convocados por Chus Visor -su semejante, su hermano, su editor-, habíamos quedado para ver a González. No en el habitual bar de tantas noches, la segunda casa del poeta, en el mítico Kon-Tiki, sino en un hospital. Andaba el poeta con esa mala salud del que se ha bebido muchas noches y se ha fumado hasta la madrugada y un poco más. Es decir, andaba recto y digno, como sólo lo sabía hacer Ángel González.
Cuando llegué a la habitación de Ángel -después de haber despedido al inmortal, amable, liberal, divertido y amistoso Pepín Bello- me encontré al caballeroso, lector y cantor de Ángel a punto de comer una tortilla, después de haber tomado un caldo y antes de un yogur. Algo estaba mal. Esa apariencia de buen apetito, salud y agua mineral no auspiciaba nada bueno. De repente habla del futuro: beber, fumar, leer poemas en varios frentes, cantar unas rancheras, quedar con Pepe Caballero, Pepa, Joaquín, Luis, Benja, Juan, Almudena y hacernos unas nocturnidades. Hablar mal de los malos, decir la mentira a los confesores y resistir hasta que el güisqui se nos subiera a los pies. Estaba en forma, estaba en Ángel. Antes de irnos, tranquilizados con su mala salud habitual, Chus encontró una toba en el suelo de la habitación. ¿De quién es este cigarro de tu marca? El poeta miraba hacia otro lado, se extrañaba... como un niño pillado en falta. Susana, su mujer, resolvió la incógnita: "Habrá venido con algún zapato vuestro". Una mentira poética. Sí, pero de un vivo por completo. Palabra sobre palabra.

En el primero, ya desde el título, se identifica el vínculo. En el segundo, la sobrecarga de nombres de familiar trato, da la impresión de que quien escribe conoce más a Pepa, Joaquín, Luis, Benja,… que al propio Ángel.
El artículo de Caballero Bonald humaniza la figura de Ángel González: la hace cercana y valiosa. En un primer párrafo nos muestra su vida nocturna entre bares; en el segundo, las dos principales cosas que aprendió en su compañía: el uso de la ironía en su poesía, ligado con la rebaja de la solemnidad en el oficio que compartían. Estos apuntes bastan para los tres principales propósitos: mostrar el dolorido sentir, recordar al amigo e interesarnos a los lectores por el personaje.

Por el contrario, el texto de Javier Rioyo resulta hiperbólico tanto en detalles como en valoraciones. ¿Por qué es valiosa la poesía de Ángel González? Pareciera que Rioyo escribe para Pepe Caballero, Pepa, Joaquín, Luis, Benja, Juan, Almudena. Como podemos apreciar, a veces más es menos. 

Hay en nuestro patrimonio literario señeros ejemplos de elegías que dan cuenta de lo personales y reconocibles que son los pesares ajenos: Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de Federico García Lorca, Elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández. Es quizá esta última en la que se aprecia mejor esas cinco etapas de las que hablábamos al comienzo: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Quizá por eso nos resulte más cercana que el sermo humilis de las Coplas por la muerte de su padre. Y más, si cabe, musicada por Serrat.

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