viernes, 1 de mayo de 2015

De lecturas y viajes definitivos

Al cierre del libresco abril, necesito hablar de libros, lecturas y despedidas. Cada vez me atribula más la paradoja de las efemérides: ponen de actualidad un hecho o acontecimiento que se considera relevante a la par que lo liquidan. El 23 de abril de cada año abrimos en abanico a Cervantes (quizá menos sus letras que sus huesos), lo engalanamos, lo festejamos y al acabar el día lo cerramos. Así  permanecerá enclaustrado hasta  nuevo y airoso fasto primaveral. Mientras tanto, nuestras lustradas conciencias, individuales y colectivas, descansarán satisfechas para atender otra gloriosa conmemoración. Hay más días internacionales que ollas populares.

Por eso, en pleno puente viajero que recuerda nuestra condición laboral y aprovecha el buen tiempo, y por la atribulación que me produce el afán celebrador del que uno también forma parte, quiero atender hoy a lo pequeño, a lo laborable, a lo cotidiano y a lo turbadoramente valioso. Como decían los realistas franceses: "Le petit fait vrai."

Los libros que me importan y me impresionan (que me tocan por fuera y me trastocan por dentro) me hacen vivir más porque me hacen ser otro, porque me hacen ser más yo y, sobre todo, porque me hacen sentir mejor a quienes amo. Tengo muchas libros trenzados con  personas valiosas. Estimo a quienes leen. Estimo que nos leamos. Afortunadamente, disfruto de su compañía y de su calorcito: voraces y meticulosas lectoras; impulsivos y desarrimados lectores; escuchadores infatigables de estrambóticas historias paternas.

Pero hoy quiero hablar sobre todo, aún con el rastro en mis ojos de su mirada inteligente y huidiza, de una lectora y dos libros. Me recomendó más, pero especialmente estos dos harán que, a pesar de su viaje definitivo, ella pasee discretamente por mis más firmes adentros; al menos, mientras yo sea o recuerde haber sido un profesor letraherido.

Nunca olvides que te quiero es el primero. De Delphine Bertholon. Una novela a tres voces, entre las que destaca poderosamente la de la madre de Madison, la niña secuestrada. Las cartas que le escribe a la hija ausente son pura y trágica verdad.

Y el otro Mal de escuela de Daniel Pennac que, como buen cancre, cuenta cómo la literatura le salvó la vida. Tengo muy presentes las enseñanzas de Pennac que me alumbró mi lectora.  Siempre trato con algunos adolescentes con problemas de respiración intelectual. Tengo este curso uno que troncha la belleza: la escribe con v. Y a menudo pienso: "¡Qué largo camino nos queda por recorrer hasta que entienda su necesidad en este asqueroso mundo!"

Pues bien, aunque soy un lector a la penúltima y con la tradición francesa en estima, mi compañera lectora, que poseía una notable condición múltiple (ciencianaturalista, artista, tallerista, ...), me regaló estos valiosos fulgores para transitar por el sorprendente camino de la belleza.

Valga hoy este mi pequeño homenaje. In memoriam.


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