martes, 13 de noviembre de 2012

La dicha como efugio

Nunca es tarde si la dicha es buena. Esa curiosa forma de nombrar la felicidad, la dicha, procede del verbo decir, de la creencia pagana en que las palabras pronunciadas, dichas para crear ventura, producirán la bienandanza de sus destinatarios. Pero creían los paganos que el destino (fatum) dichoso lo provocaban las palabras divinas. Así que, ahora, en esta intemperie de dioses mudos y silencios airados, quizá nos sentara bien a todas (criaturas al raso) empezar a repartir dicha humana a diestra y siniestra. Al menos en mi barrio, las cajeras del supermercado y las tenderas que alimentan (todavía a los tíos el lenguaje nos suele fallar por la mejor parte), con su natural e inteligente intuición, practican esta retórica de la dicha expansiva.  Al salir por la puerta de la tienda, no solo llevamos las galletas, la leche, el pan, las verduras y la fruta que compramos; también nos acompaña el cariño o el corazón que nos regaló la amable dependienta.
-¿Qué más vas a llevar, cariño? ¿Tendrías diez céntimos, corazón?
Sabemos que los administradores de los discursos (prebostes, políticos, periodistas...) nos embaucan con demasiada frecuencia. Por ello, desconfiamos de las palabras; descreemos de su valor. Pero si nos convertimos en incrédulos del decir, solo conseguiremos dilatar nuestra impiedad, esa que achica la onda expansiva de la dicha. Es la boca la que hiede no la voz. Las palabras embusteras no deben truncar la necesidad de las diarias palabras dichosas.

Así que, ya sabes, cariño, sé dichoso, incluso redicho, no te importe repetir lo que consuela. Para estos tiempos fríos, tus tónicas palabras son un básico artificio de esperanza con el que construir el efugio, incluso el refugio, que nos permita sortear las cotidianas dificultades.

Dichoso quien con palabras alienta.

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